Si hay una ruta que se escale de forma habitual en Ordesa esa es sin duda la Ravier. En mi caso era una vía que casi tenía desterrada, no se muy bien por qué; desde un amago de intento que habíamos hecho Aviño y yo, hace bastantes años y que el mal tiempo tumbó antes ni siquiera de empezar, no había vuelto a plantearme su escalada.
En esta ocasión contaba con las
ganas infinitas de Antón por escalar así que sólo había que fijar un objetivo.
Escalar en Ordesa siempre resulta estimulante. Es un acontecimiento en sí
mismo, es aventura en estado máximo, no hay vía sencilla, todo son
descubrimientos reveladores. Es una lección constante de perseverancia y de
humildad. No conviene fijarse únicamente en las graduaciones, Ordesa es
diferente: es exigente, es perdedora, se deja querer pero rápidamente te corta
las alas. Resulta conveniente fijar objetivos realistas y no subestimar estas
paredes cuarteadas en miles de fragmentos y sustentados por una argamasa
inmaterial que evita que se precipiten al abismo, sobre el que se mantienen en
delicados equilibrios.
Aprovechando que Richard y Mundi
tenían intención de hacer su primera en Ordesa escalando la Ravier, le propuse
a Antón ir con ellos y disfrutar de una gran actividad en buena compañía.
Es agosto en el Piri. Calor y
tormentas aseguradas. Después de una opípara cena a la par que indigesta,
cogimos el coche desde el camping de Escarrilla y nos fuimos a dormir al
parking de Torla, desde donde sale el bus que nos ha de llevar a las seis de la
mañana a la pradera de Ordesa. La noche fue agitada. Montamos las esterillas
sobre el asfalto del aparcamiento en una zona con luz tenue y al poco de
meternos en el saco empezó a caer agua. Como un resorte nos levantamos -
¿tormenta? - no, aspersores. Falsa alarma, nos recolocamos y de nuevo en busca
de morfeo, vuelta para aquí, vuelta para acá y las migas haciendo estragos en
mi sistema digestivo. Sigo sin pegar ojo. Por si no fuera poco, empiezo a notar
en la cara una sensación de hormigueo y una hinchazón en los labios que me
hacen pensar si el rocío nocturno anterior vendría con algún tipo de ácido
corrosivo, que me está desfigurando el
rostro más de lo que ya uno está. Levanto la cabeza y estos tres siguen a lo
suyo y no parecen muy alterados. Me incorporo y cambio de sitio mi cubil. Por
desgracia, las migas se vienen conmigo.
Mi cara no evoluciona a mejor -tendré que ir al cirujano plástico- y sigo
maltratado por lo que identifico como un
ataque masivo de mosquitos. Así transcurre la noche, entre migas embebidas en
grasa dando vueltas por mi cuerpo y una lucha constante por sobrevivir a estos
insectos voladores. Ganaron ellos y ellas, y sin haber podido dormir escucho la
alarma del reloj que nos avisa que es la hora de recoger los pertrechos y
dirigirnos a la taquilla del bus.
Desde la pradera de Ordesa hay
que coger la senda que se dirige al circo de la Carriata. El recorrido va salvando desnivel entre un frondoso bosque
de coníferas, bojs y hayas. La humedad es elevada y esto hace que enseguida la
temperatura corporal se dispare al no poder transpirar con eficacia. El sudor
me recorre la cara y la marcha sigue a buen ritmo. Sobre la mitad del
recorrido, un grupo de cinco chavalotes nos alcanzan y al poco nos superan.
Llevan una marcheta buena y desconozco si caminan así de forma habitual o si
aceleraron su ritmo para evitar la posibilidad de tener gente delante en la vía
que iban a hacer, que al final resultó la misma.
Alcanzamos el zócalo
característico del Tozal del Mallo, que tras una serie de trepadas no
difíciles, pero sí delicadas por transcurrir entre bloques y vegetación, nos
encarama a la base del comienzo de la Ravier. Allí se encontraban las dos
cordadas que nos adelantaron en el bosque. Poca conversación entablamos pues
escalaron rápido y enseguida los perdimos de vista.
En cuanto pudimos, Antón se
dispuso a acometer este primer largo que si bien no pasa de IV, a mi compañero
se le dio por probar el vuelo sin motor sobre sabinas. La verdad que la caída
fue bastante espectacular pero el aterrizaje amortiguó sobradamente la inercia
de la misma. Tras el susto inicial, Antón siguió para arriba y completó el
largo. Las dos siguientes tiradas las uní en una sólo. Colocando cintas largas
se puede realizar sin problema. Comentar que la chimenea característica tiene
realmente un tacto muy pulido y patinoso, eso junto con la pequeña mochila que
llevaba a la espalda y que me impedía colocarme correctamente para poder
progresar en oposición, hizo que no me lo pensase mucho y acerase como un bellaco.
La salida de la chimenea se realiza por su izquierda y es realmente
espectacular, para acabar montando la reunión tras un flanqueo, a la derecha de
la misma.
El siguiente relevo tal vez el
más estético, aéreo y con más sensación de patio de la vía, eso sí bastante
protegido, lo afrontó Antón. Tras ir comprobando como se le iban hinchando
los “popeyes” fue dándose cuenta de lo que implica escalar en Ordesa: gestión
de recursos.
Las tiradas restantes se resumen,
por un lado, en ir conviviendo con mi indigestión y por otro, en buscar la
canal/chimenea más adecuada para seguir la ruta, si bien, creo que cojas la que
cojas, acabas confluyendo en la línea buscada o así me lo pareció pues se podía
ver bastante restos de equipamiento por todas ellas. El fin de ruta tuvo un
poco de picante - ¡¡y yo sin almax!!- pues una pequeña llovizna se dejó sentir
durante un corto intervalo de tiempo en el penúltimo largo; luego igual que
vino se marchó: - no me apetecía comerme otra tormenta en menos de una
semana.. Al final el sol se impuso y nos permitió disfrutar de un agradable
descanso en la cumbre del Tozal mientras esperábamos por Richard y Mundi.