Constantini-Apolloni (Pilastro di Rozes): mi primera gran ascensión

Cuando echo la vista atrás "¡qué  viejo voy!" y trato de recordar dónde se produjo la transformación personal que me hizo superar esa frontera entre ser un "primero de cuerda" o simplemente un aspirante a escalador, no tengo dudas: sin duda sucedió en la vía Constantini-Apolloni 7a /(V+, A2), MD+, 500m, en el Pilastro di Rozes, Dolomitas.
Llevaba alrededor de un año empezando a tomarme la escalada más en serio. Mis inicios siempre furon montañeros y no escaladores, de hecho, yo diría que mucha gente que hacía montañismo clásico en mi entorno y que empezaba a conocer, miraban con cierto recelo a los escaladores deportivos "frikis" e infrabaloraban la escalada deportiva. Tardé en darme cuenta que si quería alcanzar algunos de esos sueños alpinos que pasaban por mi cabeza, la escalada deportiva era incuestionable.
Empecé a salir más a mis escuelas cercanas, principalmente: Galiñeiro, Budiño y el Cañón del Sil y a pelearme con el sexto grado. Además, tuve la fortuna de conocer a un grupito de "gentuza" con mucha hambre por hacer rutas de escalada clásica, lo que me llevó a mi época dorada: ilusión a tope y multitud de sueños pululando por la cabeza. Por la semana escapada a escalar deportiva (una  tarde o dos por semana) y los findes: coche y hacerse un par de vías clásicas por Picos y estrivaciones "aquí nace el mito de la bala roja". Fueron un par de años de mucha intensidad y pletóricos de actividades. Aun recuerdo mi primer 6a de pared, como primero, cuando aún apenas hacía 6b en deportiva. Siempre fui bien de coco, aunque no fuese el más rápido del mundo.
A pesar de ir ganando confianza, gracias a las muchas vías que hacíamos, yo era perfectamente consciente de mis limitaciones. El hecho de llevar el peso de una cordada durante todas las tiradas me sometía a muchas inquietudes, pero a la vez me permitió descubrir el placer de escalar de primero por  terrenos vírgenes y de desarrollar mis propios recursos. Además, pude crecer como escalador gracias a poder estar con gente, que con muchas más tablas que yo, contaban conmigo para hacer algunas actividades que yo por mí solo, sé que no me atrevería a acometer. Aquí juega un papel decisivo Arturo. Escalar con él me daba mucha seguridad. Cuando nos metíamos en una vía "dura" yo iba de lo más tranquilo. La jerarquía estaba clara, él se hacía los largos más exigentes y yo me iba curtiendo en los quintos y algún que otro 6a. Como cambian las cosas cuando es uno sobre el que recae la responsabilidad de la actividad. Hay que conocerse, olvidarse de la esclavitud del grado y aprender a escalar, a desarrollar un repertorio gestual y técnico que te permita afrontar las situaciones "límite" (algunas ha habido) de la mejor manera posible. No es fácil, pero la satisfacción de ver como te vas superando tal vez sea de las sensaciones más potentes que recuerdo de aquellas actividades.
Así, entre escaladas y planes llegó el verano del 2003. Objetivos varios: alguna ruta por los Alpes del Delfinado (zona de Ecrins) y una visita a la roca dolomítica.
Hablar de Dolomitas era soñar con cumbres míticas: Tre Cime di Lavaredo, Civetta, Marmolada.., auténtica historia alpina. Después de hacer algunas escaladas, Arturo estaba muy interesado en afrontar el Pilastro di Rozes. Esta pared la había visto el año anterior y se quedó con muchas ganas de atacarle; la vía elegida por él era la Costantini-Apolloni, todo un superclásico de la zona. En un primer momento tenía pensado afrontarla con Mar, y yo, que hacía cordada con Carola, había buscado otra vía en la misma pared, pero más asequible, el Spigolo Constantini-Ghedina. El mal tiempo estaba al acecho, y esto impidió meternos en la vía en la fecha deseada, por lo que Carola se nos fue (se le acababan las vacaciones) y como Mar tampoco andaba muy fina decidimos juntarnos Arturo y el menda, e ir por la joya de la corona. Tenía dudas, el bocado era muy suculento y tentador, pero analizando el crokis de la vía había dos largos muy duros que me daban respeto, al igual que la longitud de la misma. Sopesé los pros (iba con Arturo) y los contra y decidí que si el tiempo nos dejaba íbamos con todo.
El día del ataque se levantó la mañana bastante fresca y con nubes y claros; un tanto incierta para la actividad que nos proponíamos pero ya estaba decidido. Nos acercamos a la pared desde el refugio Dibona situado a los pies de la Tofana di Rozes (Cortina d'Ampezzo). Nervios. Me sigue pasando igual: cuando afronto una escalada que llevo tiempo planeando, aunque sepa que debería poder resolverla, siempre me entra el nerviosismo de lo desconocido, supongo que es parte del juego. Los primeros largos nos vamos alternando en cabeza. La calidad de la roca y el escaso equipamiento no nos sorprendió, ya habíamos escalado por la zona y era algo que nos esperábamos. Yo iba contento, superaba con éxito los problemas que la pared me colocaba y la progresión avanzaba con buenas perspectivas.
Las nubes empezaron a pegarse a la pared y a amenazar lluvia justo cuando afrontábamos los largos decisivos de la escalada. Una sucesión de dos extraplomos separados por un largo duro y otro de salida bastante exigente. De aquellas no dominábamos el arte del séptimo grado "ahora tampoco, pero sigo perseverando" por lo que íbamos pertrechados de nuestros buenos amigos los estribos; tocaba hacer artifo. La verdad que cuando hice esta vía sólo había hecho artificial dos veces en mi vida, "osado de mí".
Como así lo planificamos estos tramos duros los abordaría de primero el "jefe". En el largo del segundo techo te quedabas colgado en el aire durante bastantes pasajes y con mi deficitoria técnica sudé y bien. De hecho hubo un momento donde me caí y quedé colgando de la cuerda. No me gusta caerme, ¡qué obviedad!, pero es que de segundo tampoco, sobre todo en clásica, donde los seguros siempre tienen un componente de fortuna en el que intervienen muchos factores: el tipo de roca (en este caso caliza bastante fracturada), los emplazamientos de reunión encontrados (ya os digo que no vimos un solo parabolt), la destreza y el material del escalador. Recuerdo que me costó volver a la pared, al quedarme colgado me separé de la línea y retomarla me implicó un sobreesfuerzo importante; además, Arturo me apremiaba para que no estuviese mucho tiempo penduleando, "la reunión no era de las mejores que había visto".
El siguiente largo era exigente, un 6a+ bastante desequipado, pero de roca buena, y que después de lo que llevábamos dio su trabajo. Lo recuerdo como uno de los mejores largos de la vía.
Superadas las mayores dificultades, llegó mi momento. A Arturo se le notaba cierto cansancio, "no era para menos después de la pechada que se había mandado de primero", así que me dijo que tratara de tirar yo de primero el resto de largos. Nos quedaban unos cinco largos pero bastante fáciles sobre el papel, "ninguno pasaba del V+". Yo asumí que tenía que empezar a liderar la cordada y a ello me puse. Sabía que el grado era factible, pero había que medirse bien porque las fuerzas empezaban a ir justas.
No recuerdo si los largos finales me resultaron difíciles física o técnicamente, pero de lo que especialmente me acuerdo es de la toma de decisiones, algo que todo primero tiene que afrontar. Las nubes seguían acompañándonos en nuestro periplo, si bien en algún momento se abrían, acabaron por quedarse con nosotros y limitándonos la visibilidad de manera notoria, no más allá de 10-15 m. Esto me produjo cierta ansiedad: terreno desconocido, cansancio, horario, climatología adversa; parecía que todo se conjuraba para que sufriéramos algún embarque. Pero no fue así, aunque pudo haber sucedido en el penúltimo largo. Este largo, de V, lo recuerdo especialmente. Había que afrontarlo con tendencia hacia la izquierda; pero con la mala visibilidad y el escaso equipamiento (en todo el largo lo único que encontré fue un clavo) llegó un momento donde me empecé a preocupar. No sabía si seguir más a la derecha, si tirar en vertical o si estaba totalmente perdido. Trataba de comunicarle mis impresiones a Arturo, pero entre que ya no nos veíamos y que él poco me podía decir, estaba claro que me tocaba tomar decisiones y rápido. Decidí seguir un poco más en travesía hasta que alcancé un saliente, allí miré hacia arriba y me pareció que era factible que la vía siguiese por encima; si bien, tampoco era descabellado seguir más hacia la izquierda. Estaba en un momento crítico, el equivocarme podría suponer un retraso considerable, en el mejor de los casos, o liarla y meternos en un  fregado de los buenos. Mi cabeza me decía que para arriba, pero no veía ningún rastro que me convenciese de ello. Avancé y superé el resalte. Justo por su cara opuesta "se me apareció Santo Clavo", ¡no estaba perdido!. Aun así, seguía sin saber si debía seguir en travesía o ganar altura. Por la colocación del clavo y por la orografía del pasaje, decidí subir. Escalé unos cinco o diez metros y llegué a una repisa  amplia en cuyo extremo izquierdo se encontraban dos pitones clavados en una fisura, que atravesaba el suelo de la misma. Fue el grito de "reunión" más gozoso de mi corta vida montañera. Me lo habían puesto difícil pero había conseguido salir victorioso de esta gran batalla personal. Ya sólo nos quedaba un largo y una serie de trepadas para alcanzar la cumbre del Pilastro di Rozes.
Esa noche dormí poco, y no por lo muy cansado que me encontraba, ni por las cervezas que nos tomamos como celebración. Tenía tal subidón que estuve repasando por mi cabeza la escalada un ciento de veces paladeando unas sensaciones endorfínicas, que consiguieron engancharme definitivamente a la escalada como primero de cuerda. Aún hoy, no he conseguido desintoxicarme.




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